jueves, 2 de abril de 2020

Primer Capitulo de la Segunda Edición.



  
CODICIA A CIELO ABIERTO

SEGUNDA EDICIÓN











ARMANDO PÉREZ ARAÚJO


















SEMANA SANTA
El pan de cada día eran las piruetas y extremada imprevisión de pilotos que se estrellaban contra el suelo en búsqueda de pistas alternativas para aterrizar con su carga prohibida, o para rellenar sus aeronaves de combustible venezolano para continuar su tarea, o maniobrando avionetas repletas de kilos de cocaína o marihuana que se desgajaban contra el desierto por desobedecer las señales del mal tiempo atmosférico, desbaratándose contra la enramada de cualquier rancho rústico de alguna familia de la media o alta Guajira. El irregular tráfico aéreo era de veras un impresionante y peligroso caos. En todo caso, y a pesar de la cotidianidad del generalizado fenómeno, resultaba triste de todos modos escuchar la aterradora noticia de que el inexperto piloto de un avión Cessna 172, al descender sin el apropiado apoyo logístico en tierra, atropelló y mató a un importante jefe de la etnia wayuu, lo cual generó consecuencias fatales para las partes involucradas, comenzando por la suerte de la nave que rápidamente fue desguazada, las armas, el dinero hallado, las prendas finas de la tripulación y la tonelada de cocaína transportada, que pasaron, por los cánones de la rigurosa ley guajira, a convertirse en propiedad de los familiares de la víctima. Como, tampoco sorprendía encontrar a las tropas del ejército y policía ayudando a cargar y descargar camiones, barcos y aviones del vigoroso narcotráfico internacional, cuya principal plataforma aérea y marítima se hallaba alojada cómodamente en el territorio indígena wayuu, gracias a las ventajas otorgadas por las autoridades colombianas. En todo caso, era imposible evitar que algunos sectores de la comunidad comprendieran que alguna cosa había que hacer y que el palo no estaba para cucharas, como se predica en el argot popular, pues la autonomía territorial ya estaba resquebrajada y totalmente sustituida por un gobierno de mafias criollas y extranjeras. Estos temas eran la comidilla de cualquier reunión o de conversaciones privadas a lo largo y ancho del territorio indígena, incluso, era el tema preferido de turistas nacionales y extranjeros que no desaprovechaban ninguna ocasión para averiguar o comprobar los chismes que surgían de las noticias estrambóticas de la  crónica roja regional.
A los nativos les resultaba arriesgado por esa razón examinar con total libertad sus grandes temas cruciales de supervivencia, entre ellos, el del impacto grande de la denominada bonanza marimbera. Cuando les tocaba reunirse, uno de los sitios predilectos de los principales líderes de la etnia para deliberar era el Cabo de la Vela, pues allí a la orilla del mar podrían camuflarse tranquilamente en medio del descanso y de alegres expresiones de miles de turistas de diferentes orígenes. Eso fue lo ocurrido cuando surgió un especial y urgente llamado para reunirse alrededor de dos o tres puntos de la agenda, con la mayor prontitud y sigilo posibles. Eran catorce selectos miembros de la comunidad wayuu los que entendieron que no había lugar a espera para platicar respecto a la álgida materia del ese momento. Era la segunda semana del mes de abril, comienzo de Semana Santa, cuando el lugar era visitado por turistas de diferentes orígenes, atraídos por los extraordinarios componentes étnicos y culturales, también por la belleza de amarillentos y pintorescos cerros semidesérticos, la policromía azul y verde característica de estas aguas mansas del mar caribe y el reinante y particular sosiego, contrario a la asfixiante inseguridad pública del resto del país.
La misteriosa y extraña reunión se desenvolvía en lo que podría denominarse el discretorio de la comunidad, muy cerca de uno de los típicos restaurantes del lugar, donde concurrían alegres huéspedes que presumiblemente procedían de alguna región de la costa atlántica colombiana, según se deducía del sonoro y espontáneo regocijo colectivo. No obstante el bullicio del grupo, magnificado por la gratificante compañía del olor a yodo, que parecería que allí se estuviese celebrando la Semana Santa con alegres canciones y el respaldo de acordeones, cajas y guacharacas, era evidente que ellos percibían que algo grave podría estar aconteciendo en el sitio contiguo, a no más de cien metros de distancia, donde se hallaban los indígenas reunidos durante varias horas.
En la gigante enramada, como es preciso denominar a estos típicos ranchos de descanso y especiales reuniones, los nativos lucían sus chinchorros colgados y funcionando los tradicionales fogones de leña, estratégicamente organizados para cocinar sin tregua ni límites de ninguna índole. Los chinchorros son la hermosa versión multicolor de la universal hamaca, tejida manualmente por expertas artesanas wayuu, con finos hilos traídos de cualquier lugar del país o el exterior.
La sensación que a primera vista perciben los curiosos visitantes es la de que la extraña compostura y circunspección del grupo, el misterioso entra y sale que tenían, podrían estar relacionados con respetables consideraciones de tipo religioso, propias de la temporada que conmemora la crucifixión y resurrección de Jesucristo, motivo por el cual no descartaban que con el alboroto de sus canciones y el tropel de sus altisonantes discusiones estuviesen malogrando algún sentimiento religioso, o la sensibilidad espiritual de cualquier otro género de creencias del colectivo indígena wayuu.
La insatisfecha curiosidad de los forasteros se trastornó más con la llegada de las primeras horas de la noche, cuando los huéspedes del paradisíaco lugar no resistieron más y resolvieron acabar con la incertidumbre reinante, para lo cual decidieron ensayar con la mayor prontitud una inverosímil táctica de burdo espionaje que se realizaría cuando cayera el sol, entre claro y oscuro. La primera dificultad que tenían que superar era la inevitable selección del personaje, bien atrevido y entrenado, para que sin ningún temor se deslizara por el empedrado y espinoso suelo, en medio del cactus y puntudas rocas amarillas y blancas, para avanzar con valor y la mayor destreza posible, arrastrándose, si fuese necesario, para aguaitar desde cerca a los tertuliantes y escucharlos. No lo pensaron más y el cuidadoso encargo recayó en cabeza de Amaya, quien rápidamente atendió las recomendaciones del resto del grupo. Muy pronto se vistió con ropa verde oscura y manchas amarillas para emprender su tarea.
Era cuestión de un par de minutos para llegar, pero muy pronto tuvo el primer traspiés cuando debió detenerse su encargo, ya muy cerca de un promontorio de rocas trituradas, detrás de la enramada de la cocina, cuando pudo percatarse sin ningún margen de equivocación, que el desarrollo del conversatorio indígena se realizaba en lengua wayuunaiqui, circunstancia superior e invencible que lo obligó, sin pérdida de tiempo y cautela, a recular en su peligrosa inclinación de chismear al grupo vecino. No era para menos, la descripción del impasse surgido se reflejó en el semblante de todas y todos. Se percibió que lo que predominaba en el ambiente era la necesidad de abandonar la tarea de meterse en lo que no les importaba. No fue otra la lectura que se desprendía de sus cariacontecidos rostros.
Cinco minutos después del tropiezo, tal vez un poco menos, insospechada y misteriosamente, generando la entendible inquietud y pánico entre los alijunas, hizo su aparición intempestiva Jorjón, uno de los wayuu que participaban en la reunión, se sentó sin solicitar permiso alrededor de una mesa de madera rústica llena de botellas y vasos de vidrio, ofreciendo un rápido saludo a los presentes que fue percibido con relativo alago por los huéspedes del lugar, haciendo un leve movimiento de cabeza, de arriba hacia abajo y viceversa.
Pasó un buen rato sin que a los visitantes se les hubiese ocurrido sugerir algún tema para conversar, mucho menos indagar sobre la finalidad de la inquietante reunión vecina; una razón era la certeza de la infranqueable barrera idiomática con el enigmático wayuu, y la otra, más poderosa que la primera, la ineludible evidencia de que el personaje indígena era un espigado hombre de un metro con noventa centímetros de estatura, de apariencia grave que provenía, además del abundante, canoso y desordenado bigote, de la notoria e íntima compañía de una pistola Beretta nueve milímetros que colgaba con increíble naturalidad de uno de los bolsillos de su pantalón, también del grueso tabaco que no dejaba de masticar con sus dientes amarillentos y de su inseparable sombrero guajiro de rayas multicolores con las alas extrañamente dobladas hacia abajo, que lo hacía presumir más afectado y temible. Se trataba del indio Jorjón, el de mayor jerarquía entre los nativos reunidos.
Intempestivamente y utilizando con admirable claridad el idioma castellano, Jorjón, en tono bastante bajo, y un tanto solemne, se dirigió a los espantadizos y atónitos espectadores, preguntándoles el motivo y razón de tanta curiosidad de querer saber lo que ellos privadamente estaban platicando.
¡Ustedes, desde que llegaron, no esconden las ganas de averiguar qué es lo que estamos conversando entre nosotros!, ¿qué es lo que quieren saber?
La repentina pregunta y el cordial semblante del corpulento indígena, que dejó entrever una leve y casi imperceptible sonrisa en su rostro, impidieron que el tirante ambiente de diálogo se transformara en una escena de pánico colectivo, generándose en cada uno de ellos alguna tímida e inentendible perorata para explicar y justificar la indiscreta e imprudente forma de averiguar los asuntos secretos de la etnia wayuu. Predomina entre ellos, sin embargo, la tendencia de admitir la intromisión, confesando algo parecido al asombro cultural percibido frente a la expresividad de los miembros de la etnia, razón ante la cual pareció resignarse Jorjón, lo cual se dedujo de la palpable tranquilidad de su semblante, que reveló abandonar parcialmente la manifiesta adustez inicial. Además, era evidente que Jorjón comprendía que lo que realmente predominaba era una sana intromisión de correveidiles del grupo de visitantes, descartando cualquier hipótesis que pudiese comprometer la tranquilidad y armonía con ellos.
─ Yo les voy a decir todo lo que ustedes necesitan saber, pero con la condición de que me digan quienes son ustedes y a qué se dedican. ¿Está bien, les parece?
─No hay ningún problema, contestaron al unísono los cinco turistas.
Uno a uno se fueron identificando y a continuación indicaban el lugar geográfico de origen, añadiéndole cualquier explicación adicional que fuese requerida por el jefe wayuu.
─Yo me llamo Ana Caballero, dijo la primera, completamente asustada. Trabajo en Bogotá con una firma banquera española, he cursado estudios avanzados de Economía y Derecho, y soy oriunda de una bella región autonómica de España, llamada País Vasco.
─ Yo soy Verónica Fox, estudio una especialización en Vivienda Digna en la escuela de arquitectura de Sinaloa, provengo de Los Mochis, lugar de la costa pacífica de México, vine aquí con mi amigo bogotano, el señor Alejandro Amaya y con mi paisana, la abogada Alma León, quien reside en la ciudad de México. Hemos llegado únicamente a pasear y conocer este bello lugar del Cabo de la Vela, simplemente. Conocimos a la señorita Ana en el aeropuerto El Dorado de la ciudad de Bogotá.
─Bueno, yo soy colombiano y me llamo Teófilo Villacob. Sincé es mi tierra natal, un pueblo campesino del departamento de Sucre, soy estudiante de último año de periodismo de una universidad de Bogotá y vine aquí porque me interesa el tema de la antropología social. Por eso estoy en el Cabo de la Vela.
Jorjón quedó tranquilo y convencido de que no había entre los entremetidos turistas, según su aguda imaginación, alguien que pudiese estar impedido para conocer los asuntos que se estuvieron tratando en la larga, cerrada y tensa reunión, pues había entre ellos el temor y sospecha de que alguna interferencia rondaba muy cerca y que amenazaba sus derechos territoriales.
─Pensé que alguno de ustedes trabaja con el gobierno, con la empresa Vikingos, o con la compañía que vino a explotar las minas de carbón del Cerrejón, expresó Jorjón, dejando escapar un aire de reconfortante tranquilidad.
Seguidamente, y de manera cortés y gallarda, Jorjón explicó con lujo de detalles la situación surgida entre habitantes del Cabo de la Vela y la empresa Vikingos, dedicada desde hace muchos años a realizar faenas de pesca industrial con buques de gran tamaño y de diferentes banderas, y sin tener controles de ninguna índole, desatendiendo las regulaciones relacionadas con la ética y la ecología marina. Explicó, además, que como resultado de esa forma criminal de explotación pesquera, sin límites y sin reglamento alguno, el recurso ictiológico había mermado considerablemente y adicionalmente se ha venido ocasionando malestar a los pescadores locales por la cantidad de implementos de pesca destruidos, principalmente la gran cantidad de redes artesanales. Este drama también lo han padecido pescadores de Puerto Estrella, Manaure y el Once, este último lugar ubicado en los límites con Venezuela. Cada vez son más las especies marinas autóctonas atacadas, como la carachama, el jurel, el bonito y la frágil tortuga, que dolorosamente se están extinguiendo con la detestable pesca de arrastre, y agravándose cada día mucho más la relación entre la comunidad y esa compañía.
Ya pasaron a la historia aquellas alegrías que traían los cardúmenes de ricas y deliciosas especies marinas. La oscurana dejó de ser una constante ilusión para el indio pescador, llena de muchas esperanzas, y la ocasión se fue convirtiendo en la habitual y terrible frustración de siempre. También hacen parte del afligido historial de los reclamos los destrozos que las embarcaciones de pesca le hacen al paisaje y topografía submarinos, terminando por arrancar, fracturar y arrastrar del fondo del mar algas y corales.
Pero la más importante preocupación que atrapa la atención, y al mismo tiempo genera el temor de los indígenas concentrados en esa reunión, tenía que ver con los interrogantes y expectativas que genera la presencia abundante, en gran parte del territorio, de espectaculares y sofisticadas maquinarias, características de la gran minería, con evidente dotación de recursos logísticos y financieros, relacionados con la explotación carbonífera del Cerrejón que ya avisa su llegada. Analizar esta problemática constituía el prioritario tema que los ocupaba, y para ello fueron convocadas las personalidades indígenas de los diversos lugares de  Media y Alta Guajira. Jorjón resaltó en su breve narración, con explicable interés y emotividad, la amenaza que conlleva para el pueblo wayuu, especialmente para los miembros de los clanes Ipuana, Epieyu, Uriana, Pushaina, Epinayu y Sijona, descendientes y herederos de familias milenarias del Cabo de la Vela, que el gobierno les hubiese otorgado ilegalmente licencias a las empresas asociadas, la norteamericana Exxon Mobil, a través de su filial Intercor y la estatal Carbocol, para disponer de gran parte del territorio de este sagrado lugar, de gran significación espiritual para el pueblo wayuu. Milagrosamente, según fue explicado con la mayor destreza lingüística por Jorjón, las restringidas profundidades del mar y la fortaleza de un formidable ejército de arrecifes y farallones, se interpusieron en el camino de los abusos mineros, impidiendo que los invencibles taladros pudiesen despedazar el paisaje marino, el submarino y terrestre del Cabo de la Vela, quedando a salvo el mágico silencio de las playas y, principalmente, resguardado el respeto de Jepirra, lugar donde los indios llegan a fijar tranquilamente su eterno domicilio, según la cosmovisión wayuu.
─Les juro por lo que más quiero, que son mis cuarenta hijos, expresó con total vehemencia Jorjón, que esos malandrines de Exxon o Intercor, o de la estatal Carbocol, jamás colocarán un solo ladrillo, ni clavarán un clavo, aquí en el Cabo de la Vela, sin nuestro consentimiento, así el gobierno se empeñe en ayudarlos.
La actitud radical y frenética del indígena le dio a la ocasión una preocupante y formal dimensión social que rápidamente se reflejó en los pálidos rostros de los visitantes.
Digamos que lo que primero acaparó la atención y que impuso la necesidad de una rápida reflexión bíblica, fue el mítico religioso, seguramente por lo que acababa de expresar el fornido indígena respecto a Jepirra y, sin lugar a dudas, por el contorno religioso que enmarcó la curiosa celebración de esta particular Semana Santa. No obstante, vale la pena destacar la elocuencia de la abogada mexicana, caracterizadamente anticlerical, que asumió por su propia cuenta y riesgo una especie de juicio histórico a la Iglesia Católica y otras organizaciones religiosas, resaltando la penetración de las famosas misiones en las estructuras culturales indígenas de nuestro continente y el indiscutible rol evangelizador de todas ellas como instrumento político de dominación. Jorjón no se repone fácilmente de la arremetida indigenista de la bella mexicana y eso le trasmite una buena dosis de seguridad y confianza a él para abordar con más propiedad y tranquilidad algunos temas delicados, muy ligados a la suerte del Cabo de la Vela, y bastante asociados a la agenda de la discretísima reunión que tanta curiosidad despertó en los visitantes forasteros. Sin embargo, el corpulento indígena no quiso desarrollar ninguno de esos temas sin antes colocar en buen sitio sus convicciones religiosas autóctonas.
─Nosotros, explicó Jorjón, frunciendo el ceño y fijando la mirada en la española, tenemos nuestras propias convicciones religiosas, si se les puede llamar de esa manera. Recibimos de nuestros muertos toda clase de instrucciones, pedidos y enseñanzas. La naturaleza es nuestra religión. La lluvia, por ejemplo, no es otra cosa que el constante regreso de nuestros muertos a nosotros, especialmente familiares que por su sabiduría y buenas acciones se distinguieron durante su vida terrenal. Los muertos en sueños nos revelan todo, nos revelan la existencia de Jepirra, y cómo es por dentro ese lugar sagrado. La evidencia auténtica para demostrar la veracidad de que ese lugar existe en la profundidad del mar nos la proporcionan los muertos de nuestra familia, con quienes nos mantenemos en permanente diálogo espiritual a través de los sueños.
Teófilo, además de convencido de la seriedad y profundidad espiritual y religiosa del planteamiento, entendió con la mirada de Jorjón que no era discutible ni mucho menos negociable el auténtico rigor de la ancestral postura filosófica, por eso prefirió alargar la exposición del indígena, que era elocuente y profunda, rogándole que se extendiera en el tema.
─Nosotros nos morimos dos veces, afirmó Jorjón con asombrosa tranquilidad y firmeza, clavando la mirada en los ojos de Teófilo, que hasta ese momento había interpelado más que los otros contertulios, y quien parecía estar recibiendo la silenciosa orden de no seguir preguntando ni de profundizar sobre este especial punto.
Dada la mudez colectiva que se apoderó del escenario, Jorjón comprendió que era su deber continuar con la idea de seguir expresando las razones de sus creencias colectivas.
─Morimos por primera vez cuando desaparecemos físicamente, nos entierran la materia en el cementerio y el alma se libera del cuerpo y se va a vivir tranquila y eternamente a Jepirra. Decimos que nos morimos por segunda vez, cuando se hace el velorio para exhumar los restos y colocarlos en un lugar definitivo. A eso le llamamos la muerte final.
La abogada mexicana, que en cierta medida se sentía responsable de haber provocado la incursión de Jorjón en el difícil tema religioso y filosófico, decidió que era  justo y útil intervenir en la conversación, preguntándole al wayuu lo primero que se le viniera a la mente. Y, no era que ella estuviese limitada, o que se sintiera así para seleccionar un buen interrogante y el mejor el tema posible, pero lo prefería de esa manera, como que fue lo primero que se le ocurrió preguntar.
─¿Ustedes por qué creen que la exhumación de los restos del wayuu constituye o se convierte en una segunda muerte?
─¡Lógico!, ¿a usted no le parece eso lógico?, ¿no le parece más lógico?, ¿ no cree usted que eso es más lógico que irse a vivir al cielo?, agregó Jorjón, insinuando alguna familiaridad con la materia; escuche, señorita mexicana: la exhumación tiene para nosotros una extraordinaria significación espiritual o religiosa. Ese día se colocan los restos de varios familiares, compartiendo el mismo osario común. Eso significa que a partir de ese momento  pasamos de ser una simple persona individual para convertirnos en seres colectivos. Eso no es cualquier pendejada. Decimos que de ese fenómeno se desprende la certeza nuestra de que el grupo perdurará toda la vida y se prolongará eternamente. Usted observará, si es que algún día tiene la oportunidad de presenciar una ceremonia de segundo velorio, que ese día llegan familiares de todos los lugares del planeta y los amigos más cercanos de toda la familia. Allí aprovechamos para limar asperezas, arreglar las diferencias y dificultades y reforzar los lazos de solidaridad de todo el grupo familiar. Esto funciona en cumplimiento de nuestro gran sentido de colectividad que tenemos, que allí se siembra y reafirma ese día.
─Quiero preguntarles algo que me quedó sonando, que me lo explicó Verónica Dumit, una jovencita argentina que vino hace unos meses al Cabo de la Vela. Lo recuerdo como si fuera hoy –dijo Jorjón- ¿Dios es todopoderoso e inmortal?
Nadie se aventuró a caer en el hueco de en una respuesta sin respaldo teórico convincente, porque fue muy fuerte la sorpresa y confusión que generó el indio con el complicadísimo interrogante planteado. Sin embargo, la española Ana se arriesgó a opinar brevemente y a secas de la siguiente manera:
─Pienso que sí es todopoderoso.
─Aclárenme esta duda. Si es todopoderoso, podría morir si lo quisiera, y si ello sucediera, entonces no sería inmortal. Y si no logra evitarlo, obviamente que no sería todopoderoso, replicó Jorjón, añadiendo lo siguiente: ¿y por qué permite Dios que nos saqueen el suelo y el subsuelo si sólo bastaría un deseo suyo para evitarlo?
Los atónitos visitantes alijuna se miraron recelosos, habiendo comprendido que Jorjón les había tendido una trampa, probablemente filosófica y religiosa que, en todo caso, era imposible de sortear con facilidad ahora en territorio ancestral amenazado, máxime sin tener los argumentos para refutar la expoliación y otros fenómenos similares, por cuenta de la evidente vulneración de los derechos de los pueblos indígenas del mundo.
Era preferible ubicar a Jorjón en lo que inicialmente él había revelado como uno de sus temas predilectos: narrar y cuestionar la amenaza que el pueblo wayuu sufría por la inminente explotación del anunciado proyecto Cerrejón. Así lo comprendieron y aprobaron los alijuna, una vez Teófilo sugirió la necesidad de conocer en detalle la explicación que Jorjón había prometido realizar.
El wayuu, tranquilo y con voz pausada, comenzó a relatar sus impresiones sobre lo que él pensaba que constituía una amenaza para su pueblo. Por un momento                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         se quitó el sombrero que le venía cubriendo gran parte del rostro durante la charla, revelando su impresionante cabellera plateada que bien podría haberlo confundido con cualquier turista europeo. Evidentemente, su fisonomía tenía que ver con sus ascendentes paternos de origen francés.
El indio se explayó en abundantes explicaciones y anécdotas sobre la llegada de la minería a La Guajira, especialmente sobre la gran campaña propagandística de la prensa hablada y escrita relacionada con el gigante proyecto minero y sus bondades para la región y todo el territorio nacional colombiano.
Los visitantes quedaron estupefactos con la prodigiosa capacidad narrativa del corpulento wayuu y satisfechos con el tinte social y político utilizado. Teófilo, feliz y convencido, dada la formidable y bien hilvanada dimensión ideológica de la denuncia que manaba fresca y pura de quien, a pesar de no expresarse en wayuunaiki, su lengua materna, demostró innegable destreza en el manejo de la lengua castellana.
─Usted nos interrogó señor Jorjón ¿Podríamos saber ahora a qué cosa se dedica usted? –Preguntó, sin atenuantes ni rodeo la abogada mexicana.
─Yo soy pescador, y en mis ratos libres visito a mis cuatro mujeres y cuarenta hijos.
¿Todos viven aquí en el Cabo de la Vela? –preguntó el osado Teófilo, sin ocultar el interés que le generaba escuchar más detalles sobre la tranquila y espontánea confesión de Jorjón
─No. Aquí sólo viven conmigo treinta y dos, los otros viven en Maracaibo. En La Guajira, y no se extrañen ustedes de esto, encontrarán señores con sesenta y setenta hijos. Yo he sido muy cuidadoso en ese sentido: mis mujeres han sido, relativamente, pocas. He tenido hijos solo en cuatro mujeres. Reconozco que soy famoso por mi fecundidad. Más demoro en quitarles las pantaletas, cuando ya han salido preñadas, es lo que dicen mis hermanos y primos. Es la fama que tengo. Pero, fíjense ustedes que cinco guajiros, Geño Lacoutier, Ramoncito Rois, Moisés Gómez, Ángel Ortiz y el Mono Fonseca tuvieron, entre ellos, la pendejadita de quinientos hijos y se les calcula aproximadamente unos cinco mil y pico de nietos, alegó Jorjón, sustentando de esa forma, según él, su moderada fecundidad.

Las visitantes se ruborizaron con la crudeza del espigado indio para reconocer sus habilidades sexuales y reproductivas, y la naturalidad para admitir la legitimidad de sus tendencias poligínicas. Fue menester que Teófilo interviniera para explicar que este tipo de conductas matrimoniales, más allá de lo que se piense o de lo que se crea, o de que se trata de una simple habilidad fornicadora, constituye una característica normal de estos grupos sociales. Recordó que en otras culturas la cosa es mucho más complicada, por ejemplo, donde existe la poliandria, como ocurre en el sur de Asia, Nepal, Tíbet, India y Sri Lanka. Allí, en esas sociedades el fenómeno predominante es mucho más extraño e increíble que lo que ocurre en otros lugares del mundo, incluyendo el caso de La Guajira. En algunas de esas culturas, la mujer puede legítimamente, tener como esposos a varios hermanos entre sí. En estos casos la poliandria se dice que es fraternal, es decir, que el hermano mayor escoge la mujer y arregla el matrimonio con la que será su esposa que también lo será de sus hermanos. Luego, estos se podrán casar con mujeres adicionales, las cuales, también serán esposas y compañeras sexuales, conjuntamente de todos. Los hijos nacidos de cualquier de dichas mujeres podrán llamar padre al verdadero y a todos los hermanos de éste. En muchos casos la poliandria no es fraternal y se presenta el fenómeno de cooperación sexual a niveles más amplios, es decir, en el ámbito de todos contra todas.

─Aquí existe el sororato y el levirato, agregó Teófilo, insinuándose como erudito en esta materia.
─¿Y eso que es? –preguntó preocupado Jorjón.
─Simplemente, que cuando el viudo se casa con la hermana de la difunta, eso es sororato, y cuando es la viuda la que se casa con el hermano del marido fallecido se llama levirato, explicó Teófilo, alardeando tener alguna preparación en estudios de antropología social y nociones sobre la cultura wayuu.
-Ah, eso no ocurre así fácilmente entre nosotros, corrigió rápidamente Jorjón, La cosa aquí en La Guajira funciona de la siguiente manera: cuando la mujer fallece, el viudo, si quisiera casarse con la hermana de la difunta, tiene que comprarla, repito, tiene que comprarla, pero si sucede lo contrario, es decir, si el que fallece es el hombre, entonces sus hermanos, sobrinos o primos, tiene el derecho de casarse con la viuda. Pero, eso sí, óigase bien, ella es la mujer para uno solo de los familiares del difunto.
Entre tanto, los demás alijuna no disimularon el impacto de la sorprendente y curiosa información escuchada, reconociendo que era absolutamente necesario aclararlas y obtener nuevos conocimientos sobre el insólito punto.
La noche continua hermosa, como son todas las noches del Cabo de la Vela, el firmamento sin ningún espacio disponible para alojar una nueva estrella, la luna completamente brillante y la fresca brisa, discreta y sostenida.
A nadie se le había ocurrido la posibilidad de acostarse temprano. Dos motivos predominaban en esta irrevocable decisión: uno, el de que había la intención de permanecer despiertos para disfrutar la fulgurante belleza de la noche, y lo otro, la necesidad común de examinar con más libertad y calma la variada y profunda información cultural recibida de Jorjón.

¿Comprarla?, me pareció haberle escuchado eso al amigo wayuu; -dijo en voz alta la española- ¿aquí en La Guajira se compran mujeres?
─No. No es como usted lo está imaginando señora –aclaró Jorjón. El matrimonio ente nosotros es una institución muy seria, supremamente seria. Los familiares y amigos del wayuu enamorado de una mujer, recogen animales y collares, y de acuerdo a las condiciones económicas y sociales de los contrayentes, así será el
pago establecido por los tíos maternos de la mujer wayuu. Si esta pertenece a una familia de cierto poderío económico, la cantidad de animales y collares será superior. Ese pago lo llamamos paünna. Debe quedarles claro a ustedes que eso  no es una compra, en el sentido comercial de la palabra, es una formalidad de nuestra ley para organizar una relación matrimonial respetable, respetada y duradera.
Sin entrar a discutir los extremos de una y otra convicción religiosa, y una y otra estructura institucional de la legislación local sobre la familia, tampoco sobre la legitimidad de las diversas formas de los arreglos matrimoniales, se sentía que el ambiente de la noche se tornaba expedito para el libre examen, sin amarres ni intereses de sectas o comunidades. La española se despojó de sus ataduras católicas, de sus obvias simpatías con la Euskalerria y de cualquier compromiso ideológico o político con la realidad del pueblo de los Nafar, para disponerse a reflexionar profundamente sobre el universo cultural, la diversidad étnica, y, si quedaba suficiente tiempo, respecto a las aventuras militares españolas en la conquista del territorio americano.
No faltó quien ensayara alguna indiscreta pregunta relacionada con las famosas pesquerías de perlas del Cabo de la Vela y el impacto de los agentes hispanos en la lucrosa actividad. La española se consideró aludida en su ancestralidad y le pareció haber escuchado un señalamiento directo a sus antepasados, que de alguna manera la salpicaba, la atormentaba y la involucraba, de manera injusta, pero explicable, con la repudiable responsabilidad de los europeos, mucho más clara, mortificante y evidente ahora, cuando había comprendido, en el propio terreno de los peores acontecimientos de la historia, las consecuencias de la memorable llegada de los españoles a este continente.
Ana había tenido la oportunidad de consultar en los archivos de Madrid y Sevilla algunos pasajes de la historia de estos poblados indígenas y recordaba muy bien lo relacionado con las pesquerías de perlas en la isla de Cubagua y del Cabo de la Vela. En el fondo, la decisión de Ana de venir de vacaciones a estos lugares americanos de alguna manera significaba conocer los sitios donde hubo tantas y variadas incursiones españolas detrás de las preciosas perlas de propiedad del pueblo wayuu. No le quedó duda alguna de que el resentimiento y desconfianza de Jorjón eran totalmente justificados y que mucho habría de conexidad entre aquella conducta de los conquistadores del siglo XVI y la ahora llamada malicia indígena, de la cual, desde el primer momento, había hecho gala el corpulento wayuu. Resultaba imposible para la española no recordar la huella dejada por Bartolomé de las Casas, encomendero nacido en Sevilla, convertido en el más notable defensor de los indígenas de este continente.
Un galón de chirrinchi, la fogata y la orden de preparar un ovejito biche, servirán de marco a una noche que prometía transcurrir tranquila y diferente.




No hay comentarios:

Publicar un comentario