CODICIA A CIELO ABIERTO
SEGUNDA
EDICIÓN
ARMANDO PÉREZ
ARAÚJO
SEMANA SANTA
El pan de cada día eran las piruetas y extremada imprevisión
de pilotos que se estrellaban contra el suelo en búsqueda de pistas
alternativas para aterrizar con su carga prohibida, o para rellenar sus
aeronaves de combustible venezolano para continuar su tarea, o maniobrando avionetas
repletas de kilos de cocaína o marihuana que se desgajaban contra el desierto
por desobedecer las señales del mal tiempo atmosférico, desbaratándose contra
la enramada de cualquier rancho rústico de alguna familia de la media o alta
Guajira. El irregular tráfico aéreo era de veras un impresionante y peligroso
caos. En todo caso, y a pesar de la cotidianidad del generalizado fenómeno, resultaba
triste de todos modos escuchar la aterradora noticia de que el inexperto piloto
de un avión Cessna 172, al descender sin el apropiado apoyo logístico en
tierra, atropelló y mató a un importante jefe de la etnia wayuu, lo cual generó
consecuencias fatales para las partes involucradas, comenzando por la suerte de
la nave que rápidamente fue desguazada, las armas, el dinero hallado, las
prendas finas de la tripulación y la tonelada de cocaína transportada, que
pasaron, por los cánones de la rigurosa ley guajira, a convertirse en propiedad
de los familiares de la víctima. Como, tampoco sorprendía encontrar a las tropas
del ejército y policía ayudando a cargar y descargar camiones, barcos y aviones
del vigoroso narcotráfico internacional, cuya principal plataforma aérea y
marítima se hallaba alojada cómodamente en el territorio indígena wayuu,
gracias a las ventajas otorgadas por las autoridades colombianas. En todo caso,
era imposible evitar que algunos sectores de la comunidad comprendieran que
alguna cosa había que hacer y que el palo no estaba para cucharas, como se
predica en el argot popular, pues la autonomía territorial ya estaba
resquebrajada y totalmente sustituida por un gobierno de mafias criollas y
extranjeras. Estos temas eran la comidilla de cualquier reunión o de
conversaciones privadas a lo largo y ancho del territorio indígena, incluso,
era el tema preferido de turistas nacionales y extranjeros que no
desaprovechaban ninguna ocasión para averiguar o comprobar los chismes que
surgían de las noticias estrambóticas de la
crónica roja regional.
A los nativos les resultaba arriesgado por esa razón examinar
con total libertad sus grandes temas cruciales de supervivencia, entre ellos,
el del impacto grande de la denominada bonanza
marimbera. Cuando les tocaba reunirse, uno de los sitios predilectos de los
principales líderes de la etnia para deliberar era el Cabo de la Vela, pues
allí a la orilla del mar podrían camuflarse tranquilamente en medio del
descanso y de alegres expresiones de miles de turistas de diferentes orígenes.
Eso fue lo ocurrido cuando surgió un especial y urgente llamado para reunirse
alrededor de dos o tres puntos de la agenda, con la mayor prontitud y sigilo
posibles. Eran catorce selectos miembros de la comunidad wayuu los que
entendieron que no había lugar a espera para platicar respecto a la álgida
materia del ese momento. Era la segunda semana del mes de abril, comienzo de Semana Santa, cuando el lugar era
visitado por turistas de diferentes orígenes, atraídos por los extraordinarios
componentes étnicos y culturales, también por la belleza de amarillentos y
pintorescos cerros semidesérticos, la policromía azul y verde característica de
estas aguas mansas del mar caribe y el reinante y particular sosiego, contrario
a la asfixiante inseguridad pública del resto del país.
La misteriosa y extraña reunión se desenvolvía en lo que
podría denominarse el discretorio de la comunidad, muy cerca de uno de los típicos
restaurantes del lugar, donde concurrían alegres huéspedes que presumiblemente
procedían de alguna región de la costa atlántica colombiana, según se deducía
del sonoro y espontáneo regocijo colectivo. No obstante el bullicio del grupo,
magnificado por la gratificante compañía del olor a yodo, que parecería que
allí se estuviese celebrando la Semana Santa con alegres canciones y el
respaldo de acordeones, cajas y guacharacas, era evidente que ellos percibían
que algo grave podría estar aconteciendo en el sitio contiguo, a no más de cien
metros de distancia, donde se hallaban los indígenas reunidos durante varias
horas.
En la gigante enramada, como es preciso denominar a estos típicos
ranchos de descanso y especiales reuniones, los nativos lucían sus chinchorros colgados y funcionando los
tradicionales fogones de leña, estratégicamente organizados para cocinar sin
tregua ni límites de ninguna índole. Los chinchorros
son la hermosa versión multicolor de la universal hamaca, tejida manualmente
por expertas artesanas wayuu, con finos hilos traídos de cualquier lugar del
país o el exterior.
La sensación que a primera vista perciben los curiosos
visitantes es la de que la extraña compostura y circunspección del grupo, el
misterioso entra y sale que tenían, podrían estar relacionados con respetables
consideraciones de tipo religioso, propias de la temporada que conmemora la
crucifixión y resurrección de Jesucristo, motivo por el cual no descartaban que
con el alboroto de sus canciones y el tropel de sus altisonantes discusiones estuviesen
malogrando algún sentimiento religioso, o la sensibilidad espiritual de
cualquier otro género de creencias del colectivo indígena wayuu.
La insatisfecha curiosidad de los forasteros se trastornó más
con la llegada de las primeras horas de la noche, cuando los huéspedes del
paradisíaco lugar no resistieron más y resolvieron acabar con la incertidumbre
reinante, para lo cual decidieron ensayar con la mayor prontitud una
inverosímil táctica de burdo espionaje que se realizaría cuando cayera el sol,
entre claro y oscuro. La primera dificultad que tenían que superar era la
inevitable selección del personaje, bien atrevido y entrenado, para que sin
ningún temor se deslizara por el empedrado y espinoso suelo, en medio del
cactus y puntudas rocas amarillas y blancas, para avanzar con valor y la mayor
destreza posible, arrastrándose, si fuese necesario, para aguaitar desde cerca
a los tertuliantes y escucharlos. No lo pensaron más y el cuidadoso encargo
recayó en cabeza de Amaya, quien rápidamente atendió las recomendaciones del
resto del grupo. Muy pronto se vistió con ropa verde oscura y manchas amarillas
para emprender su tarea.
Era cuestión de un par de minutos para llegar, pero muy
pronto tuvo el primer traspiés cuando debió detenerse su encargo, ya muy cerca
de un promontorio de rocas trituradas, detrás de la enramada de la cocina, cuando
pudo percatarse sin ningún margen de equivocación, que el desarrollo del
conversatorio indígena se realizaba en lengua wayuunaiqui, circunstancia superior e invencible que lo obligó, sin
pérdida de tiempo y cautela, a recular en su peligrosa inclinación de chismear
al grupo vecino. No era para menos, la descripción del impasse surgido se
reflejó en el semblante de todas y todos. Se percibió que lo que predominaba en
el ambiente era la necesidad de abandonar la tarea de meterse en lo que no les
importaba. No fue otra la lectura que se desprendía de sus cariacontecidos
rostros.
Cinco minutos después del tropiezo, tal vez un poco menos,
insospechada y misteriosamente, generando la entendible inquietud y pánico
entre los alijunas, hizo su aparición
intempestiva Jorjón, uno de los wayuu
que participaban en la reunión, se sentó sin solicitar permiso alrededor de una
mesa de madera rústica llena de botellas y vasos de vidrio, ofreciendo un
rápido saludo a los presentes que fue percibido con relativo alago por los
huéspedes del lugar, haciendo un leve movimiento de cabeza, de arriba hacia
abajo y viceversa.
Pasó un buen rato sin que a los visitantes se les hubiese
ocurrido sugerir algún tema para conversar, mucho menos indagar sobre la
finalidad de la inquietante reunión vecina; una razón era la certeza de la
infranqueable barrera idiomática con el enigmático wayuu, y la otra, más
poderosa que la primera, la ineludible evidencia de que el personaje indígena
era un espigado hombre de un metro con noventa centímetros de estatura, de
apariencia grave que provenía, además del abundante, canoso y desordenado
bigote, de la notoria e íntima compañía de una pistola Beretta nueve milímetros
que colgaba con increíble naturalidad de uno de los bolsillos de su pantalón,
también del grueso tabaco que no dejaba de masticar con sus dientes
amarillentos y de su inseparable sombrero guajiro de rayas multicolores con las
alas extrañamente dobladas hacia abajo, que lo hacía presumir más afectado y
temible. Se trataba del indio Jorjón,
el de mayor jerarquía entre los nativos reunidos.
Intempestivamente y utilizando con admirable claridad el
idioma castellano, Jorjón, en tono
bastante bajo, y un tanto solemne, se dirigió a los espantadizos y atónitos
espectadores, preguntándoles el motivo y razón de tanta curiosidad de querer saber
lo que ellos privadamente estaban platicando.
─ ¡Ustedes, desde que llegaron, no
esconden las ganas de averiguar qué es lo que estamos conversando entre
nosotros!, ¿qué es lo que quieren saber?
La
repentina pregunta y el cordial semblante del corpulento indígena, que dejó
entrever una leve y casi imperceptible sonrisa en su rostro, impidieron que el
tirante ambiente de diálogo se transformara en una escena de pánico colectivo,
generándose en cada uno de ellos alguna tímida e inentendible perorata para
explicar y justificar la indiscreta e imprudente forma de averiguar los asuntos
secretos de la etnia wayuu. Predomina entre ellos, sin embargo, la tendencia de
admitir la intromisión, confesando algo parecido al asombro cultural percibido
frente a la expresividad de los miembros de la etnia, razón ante la cual
pareció resignarse Jorjón, lo cual se
dedujo de la palpable tranquilidad de su semblante, que reveló abandonar
parcialmente la manifiesta adustez inicial. Además, era evidente que Jorjón comprendía que lo que realmente
predominaba era una sana intromisión de correveidiles del grupo de visitantes,
descartando cualquier hipótesis que pudiese comprometer la tranquilidad y
armonía con ellos.
─
Yo les voy a decir todo lo que ustedes necesitan saber, pero con la condición
de que me digan quienes son ustedes y a qué se dedican. ¿Está bien, les parece?
─No
hay ningún problema, contestaron al unísono los cinco turistas.
Uno
a uno se fueron identificando y a continuación indicaban el lugar geográfico de
origen, añadiéndole cualquier explicación adicional que fuese requerida por el
jefe wayuu.
─Yo
me llamo Ana Caballero, dijo la primera, completamente asustada. Trabajo en
Bogotá con una firma banquera española, he cursado estudios avanzados de
Economía y Derecho, y soy oriunda de una bella región autonómica de España,
llamada País Vasco.
─
Yo soy Verónica Fox, estudio una especialización en Vivienda Digna en la
escuela de arquitectura de Sinaloa, provengo de Los Mochis, lugar de la costa
pacífica de México, vine aquí con mi amigo bogotano, el señor Alejandro Amaya y
con mi paisana, la abogada Alma León, quien reside en la ciudad de México.
Hemos llegado únicamente a pasear y conocer este bello lugar del Cabo de la
Vela, simplemente. Conocimos a la señorita Ana en el aeropuerto El Dorado de la
ciudad de Bogotá.
─Bueno,
yo soy colombiano y me llamo Teófilo Villacob. Sincé es mi tierra natal, un
pueblo campesino del departamento de Sucre, soy estudiante de último año de
periodismo de una universidad de Bogotá y vine aquí porque me interesa el tema
de la antropología social. Por eso estoy en el Cabo de la Vela.
Jorjón quedó tranquilo y convencido de que no había
entre los entremetidos turistas, según su aguda imaginación, alguien que
pudiese estar impedido para conocer los asuntos que se estuvieron tratando en
la larga, cerrada y tensa reunión, pues había entre ellos el temor y sospecha
de que alguna interferencia rondaba muy cerca y que amenazaba sus derechos
territoriales.
─Pensé
que alguno de ustedes trabaja con el gobierno, con la empresa Vikingos, o con
la compañía que vino a explotar las minas de carbón del Cerrejón, expresó Jorjón, dejando escapar un aire de
reconfortante tranquilidad.
Seguidamente,
y de manera cortés y gallarda, Jorjón
explicó con lujo de detalles la situación surgida entre habitantes del Cabo de
la Vela y la empresa Vikingos, dedicada desde hace muchos años a realizar
faenas de pesca industrial con buques de gran tamaño y de diferentes banderas,
y sin tener controles de ninguna índole, desatendiendo las regulaciones
relacionadas con la ética y la ecología marina. Explicó, además, que como
resultado de esa forma criminal de explotación pesquera, sin límites y sin
reglamento alguno, el recurso ictiológico había mermado considerablemente y
adicionalmente se ha venido ocasionando malestar a los pescadores locales por
la cantidad de implementos de pesca destruidos, principalmente la gran cantidad
de redes artesanales. Este drama también lo han padecido pescadores de Puerto
Estrella, Manaure y el Once, este último lugar ubicado en los límites con
Venezuela. Cada vez son más las especies marinas autóctonas atacadas, como la
carachama, el jurel, el bonito y la frágil tortuga, que dolorosamente se están
extinguiendo con la detestable pesca de arrastre, y agravándose cada día mucho
más la relación entre la comunidad y esa compañía.
Ya
pasaron a la historia aquellas alegrías que traían los cardúmenes de ricas y
deliciosas especies marinas. La oscurana dejó de ser una constante ilusión para
el indio pescador, llena de muchas esperanzas, y la ocasión se fue convirtiendo
en la habitual y terrible frustración de siempre. También hacen parte del
afligido historial de los reclamos los destrozos que las embarcaciones de pesca
le hacen al paisaje y topografía submarinos, terminando por arrancar, fracturar
y arrastrar del fondo del mar algas y corales.
Pero
la más importante preocupación que atrapa la atención, y al mismo tiempo genera
el temor de los indígenas concentrados en esa reunión, tenía que ver con los
interrogantes y expectativas que genera la presencia abundante, en gran parte
del territorio, de espectaculares y sofisticadas maquinarias, características
de la gran minería, con evidente dotación de recursos logísticos y financieros,
relacionados con la explotación carbonífera del Cerrejón que ya avisa su
llegada. Analizar esta problemática constituía el prioritario tema que los
ocupaba, y para ello fueron convocadas las personalidades indígenas de los
diversos lugares de Media y Alta
Guajira. Jorjón resaltó en su breve narración,
con explicable interés y emotividad, la amenaza que conlleva para el pueblo
wayuu, especialmente para los miembros de los clanes Ipuana, Epieyu, Uriana,
Pushaina, Epinayu y Sijona, descendientes y herederos de familias milenarias
del Cabo de la Vela, que el gobierno les hubiese otorgado ilegalmente licencias
a las empresas asociadas, la norteamericana Exxon Mobil, a través de su filial Intercor
y la estatal Carbocol, para disponer de gran parte del territorio de este
sagrado lugar, de gran significación espiritual para el pueblo wayuu.
Milagrosamente, según fue explicado con la mayor destreza lingüística por Jorjón, las restringidas profundidades
del mar y la fortaleza de un formidable ejército de arrecifes y farallones, se
interpusieron en el camino de los abusos mineros, impidiendo que los invencibles
taladros pudiesen despedazar el paisaje marino, el submarino y terrestre del
Cabo de la Vela, quedando a salvo el mágico silencio de las playas y,
principalmente, resguardado el respeto de Jepirra,
lugar donde los indios llegan a fijar tranquilamente su eterno domicilio, según
la cosmovisión wayuu.
─Les
juro por lo que más quiero, que son mis cuarenta hijos, expresó con total
vehemencia Jorjón, que esos
malandrines de Exxon o Intercor, o de la estatal Carbocol, jamás colocarán un
solo ladrillo, ni clavarán un clavo, aquí en el Cabo de la Vela, sin nuestro
consentimiento, así el gobierno se empeñe en ayudarlos.
La
actitud radical y frenética del indígena le dio a la ocasión una preocupante y
formal dimensión social que rápidamente se reflejó en los pálidos rostros de
los visitantes.
Digamos
que lo que primero acaparó la atención y que impuso la necesidad de una rápida
reflexión bíblica, fue el mítico religioso, seguramente por lo que acababa de
expresar el fornido indígena respecto a Jepirra
y, sin lugar a dudas, por el contorno religioso que enmarcó la curiosa
celebración de esta particular Semana
Santa. No obstante, vale la pena destacar la elocuencia de la abogada
mexicana, caracterizadamente anticlerical, que asumió por su propia cuenta y
riesgo una especie de juicio histórico a la Iglesia Católica y otras
organizaciones religiosas, resaltando la penetración de las famosas misiones en las estructuras culturales
indígenas de nuestro continente y el indiscutible rol evangelizador de todas
ellas como instrumento político de dominación. Jorjón no se repone fácilmente de la arremetida indigenista de la
bella mexicana y eso le trasmite una buena dosis de seguridad y confianza a él
para abordar con más propiedad y tranquilidad algunos temas delicados, muy
ligados a la suerte del Cabo de la Vela, y bastante asociados a la agenda de la
discretísima reunión que tanta curiosidad despertó en los visitantes
forasteros. Sin embargo, el corpulento indígena no quiso desarrollar ninguno de
esos temas sin antes colocar en buen sitio sus convicciones religiosas
autóctonas.
─Nosotros,
explicó Jorjón, frunciendo el ceño y
fijando la mirada en la española, tenemos nuestras propias convicciones
religiosas, si se les puede llamar de esa manera. Recibimos de nuestros muertos
toda clase de instrucciones, pedidos y enseñanzas. La naturaleza es nuestra
religión. La lluvia, por ejemplo, no es otra cosa que el constante regreso de
nuestros muertos a nosotros, especialmente familiares que por su sabiduría y
buenas acciones se distinguieron durante su vida terrenal. Los muertos en
sueños nos revelan todo, nos revelan la existencia de Jepirra, y cómo es por dentro ese lugar sagrado. La evidencia
auténtica para demostrar la veracidad de que ese lugar existe en la profundidad
del mar nos la proporcionan los muertos de nuestra familia, con quienes nos
mantenemos en permanente diálogo espiritual a través de los sueños.
Teófilo,
además de convencido de la seriedad y profundidad espiritual y religiosa del
planteamiento, entendió con la mirada de Jorjón
que no era discutible ni mucho menos negociable el auténtico rigor de la
ancestral postura filosófica, por eso prefirió alargar la exposición del
indígena, que era elocuente y profunda, rogándole que se extendiera en el tema.
─Nosotros
nos morimos dos veces, afirmó Jorjón
con asombrosa tranquilidad y firmeza, clavando la mirada en los ojos de
Teófilo, que hasta ese momento había interpelado más que los otros
contertulios, y quien parecía estar recibiendo la silenciosa orden de no seguir
preguntando ni de profundizar sobre este especial punto.
Dada
la mudez colectiva que se apoderó del escenario, Jorjón comprendió que era su deber continuar con la idea de seguir
expresando las razones de sus creencias colectivas.
─Morimos
por primera vez cuando desaparecemos físicamente, nos entierran la materia en
el cementerio y el alma se libera del cuerpo y se va a vivir tranquila y
eternamente a Jepirra. Decimos que
nos morimos por segunda vez, cuando se hace el velorio para exhumar los restos
y colocarlos en un lugar definitivo. A eso le llamamos la muerte final.
La
abogada mexicana, que en cierta medida se sentía responsable de haber provocado
la incursión de Jorjón en el difícil
tema religioso y filosófico, decidió que era
justo y útil intervenir en la conversación, preguntándole al wayuu lo
primero que se le viniera a la mente. Y, no era que ella estuviese limitada, o
que se sintiera así para seleccionar un buen interrogante y el mejor el tema
posible, pero lo prefería de esa manera, como que fue lo primero que se le
ocurrió preguntar.
─¿Ustedes
por qué creen que la exhumación de los restos del wayuu constituye o se
convierte en una segunda muerte?
─¡Lógico!,
¿a usted no le parece eso lógico?, ¿no le parece más lógico?, ¿ no cree usted
que eso es más lógico que irse a vivir al cielo?, agregó Jorjón, insinuando
alguna familiaridad con la materia; escuche, señorita mexicana: la exhumación
tiene para nosotros una extraordinaria significación espiritual o religiosa.
Ese día se colocan los restos de varios familiares, compartiendo el mismo
osario común. Eso significa que a partir de ese momento pasamos de ser una simple persona individual
para convertirnos en seres colectivos. Eso no es cualquier pendejada. Decimos
que de ese fenómeno se desprende la certeza nuestra de que el grupo perdurará
toda la vida y se prolongará eternamente. Usted observará, si es que algún día
tiene la oportunidad de presenciar una ceremonia de segundo velorio, que ese
día llegan familiares de todos los lugares del planeta y los amigos más
cercanos de toda la familia. Allí aprovechamos para limar asperezas, arreglar
las diferencias y dificultades y reforzar los lazos de solidaridad de todo el
grupo familiar. Esto funciona en cumplimiento de nuestro gran sentido de
colectividad que tenemos, que allí se siembra y reafirma ese día.
─Quiero
preguntarles algo que me quedó sonando, que me lo explicó Verónica Dumit, una
jovencita argentina que vino hace unos meses al Cabo de la Vela. Lo recuerdo
como si fuera hoy –dijo Jorjón- ¿Dios
es todopoderoso e inmortal?
Nadie
se aventuró a caer en el hueco de en una respuesta sin respaldo teórico
convincente, porque fue muy fuerte la sorpresa y confusión que generó el indio
con el complicadísimo interrogante planteado. Sin embargo, la española Ana se
arriesgó a opinar brevemente y a secas de la siguiente manera:
─Pienso
que sí es todopoderoso.
─Aclárenme
esta duda. Si es todopoderoso, podría morir si lo quisiera, y si ello
sucediera, entonces no sería inmortal. Y si no logra evitarlo, obviamente que no
sería todopoderoso, replicó Jorjón,
añadiendo lo siguiente: ¿y por qué permite Dios que nos saqueen el suelo y el
subsuelo si sólo bastaría un deseo suyo para evitarlo?
Los
atónitos visitantes alijuna se
miraron recelosos, habiendo comprendido que Jorjón
les había tendido una trampa, probablemente filosófica y religiosa que, en
todo caso, era imposible de sortear con facilidad ahora en territorio ancestral
amenazado, máxime sin tener los argumentos para refutar la expoliación y otros
fenómenos similares, por cuenta de la evidente vulneración de los derechos de
los pueblos indígenas del mundo.
Era
preferible ubicar a Jorjón en lo que
inicialmente él había revelado como uno de sus temas predilectos: narrar y
cuestionar la amenaza que el pueblo wayuu sufría por la inminente explotación
del anunciado proyecto Cerrejón. Así lo comprendieron y aprobaron los alijuna, una vez Teófilo sugirió la
necesidad de conocer en detalle la explicación que Jorjón había prometido realizar.
El
wayuu, tranquilo y con voz pausada, comenzó a relatar sus impresiones sobre lo
que él pensaba que constituía una amenaza para su pueblo. Por un momento
se
quitó el sombrero que le venía cubriendo gran parte del rostro durante la
charla, revelando su impresionante cabellera plateada que bien podría haberlo
confundido con cualquier turista europeo. Evidentemente, su fisonomía tenía que
ver con sus ascendentes paternos de origen francés.
El
indio se explayó en abundantes explicaciones y anécdotas sobre la llegada de la
minería a La Guajira, especialmente sobre la gran campaña propagandística de la
prensa hablada y escrita relacionada con el gigante proyecto minero y sus bondades para la región y todo el
territorio nacional colombiano.
Los
visitantes quedaron estupefactos con la prodigiosa capacidad narrativa del
corpulento wayuu y satisfechos con el tinte social y político utilizado.
Teófilo, feliz y convencido, dada la formidable y bien hilvanada dimensión
ideológica de la denuncia que manaba fresca y pura de quien, a pesar de no
expresarse en wayuunaiki, su lengua materna, demostró innegable destreza en el
manejo de la lengua castellana.
─Usted
nos interrogó señor Jorjón ¿Podríamos saber
ahora a qué cosa se dedica usted? –Preguntó, sin atenuantes ni rodeo la abogada
mexicana.
─Yo
soy pescador, y en mis ratos libres visito a mis cuatro mujeres y cuarenta
hijos.
─¿Todos viven aquí en el Cabo de la Vela? –preguntó el
osado Teófilo, sin ocultar el interés que le generaba escuchar más detalles
sobre la tranquila y espontánea confesión de Jorjón
─No. Aquí sólo viven conmigo treinta y dos, los otros viven
en Maracaibo. En La Guajira, y no se extrañen ustedes de esto, encontrarán
señores con sesenta y setenta hijos. Yo he sido muy cuidadoso en ese sentido:
mis mujeres han sido, relativamente, pocas. He tenido hijos solo en cuatro
mujeres. Reconozco que soy famoso por mi fecundidad. Más demoro en quitarles
las pantaletas, cuando ya han salido preñadas, es lo que dicen mis hermanos y
primos. Es la fama que tengo. Pero, fíjense ustedes que cinco guajiros, Geño
Lacoutier, Ramoncito Rois, Moisés Gómez, Ángel Ortiz y el Mono Fonseca
tuvieron, entre ellos, la pendejadita de quinientos hijos y se les calcula
aproximadamente unos cinco mil y pico de nietos, alegó Jorjón, sustentando de esa forma, según él, su moderada fecundidad.
Las visitantes se ruborizaron con la crudeza del espigado
indio para reconocer sus habilidades sexuales y reproductivas, y la naturalidad
para admitir la legitimidad de sus tendencias poligínicas. Fue menester que
Teófilo interviniera para explicar que este tipo de conductas matrimoniales,
más allá de lo que se piense o de lo que se crea, o de que se trata de una
simple habilidad fornicadora, constituye una característica normal de estos
grupos sociales. Recordó que en otras culturas la cosa es mucho más complicada,
por ejemplo, donde existe la poliandria, como ocurre en el sur de Asia, Nepal,
Tíbet, India y Sri Lanka. Allí, en esas sociedades el fenómeno predominante es
mucho más extraño e increíble que lo que ocurre en otros lugares del mundo,
incluyendo el caso de La Guajira. En algunas de esas culturas, la mujer puede
legítimamente, tener como esposos a varios hermanos entre sí. En estos casos la
poliandria se dice que es fraternal, es decir, que el hermano mayor escoge la
mujer y arregla el matrimonio con la que será su esposa que también lo será de
sus hermanos. Luego, estos se podrán casar con mujeres adicionales, las cuales,
también serán esposas y compañeras sexuales, conjuntamente de todos. Los hijos
nacidos de cualquier de dichas mujeres podrán llamar padre al verdadero y a
todos los hermanos de éste. En muchos casos la poliandria no es fraternal y se
presenta el fenómeno de cooperación sexual a niveles más amplios, es decir, en
el ámbito de todos contra todas.
─Aquí existe el sororato y el levirato, agregó Teófilo,
insinuándose como erudito en esta materia.
─¿Y eso que es? –preguntó preocupado Jorjón.
─Simplemente, que cuando el viudo se casa con la hermana de
la difunta, eso es sororato, y cuando es la viuda la que se casa con el hermano
del marido fallecido se llama levirato, explicó Teófilo, alardeando tener
alguna preparación en estudios de antropología social y nociones sobre la
cultura wayuu.
-Ah, eso no ocurre así fácilmente entre nosotros, corrigió
rápidamente Jorjón, La cosa aquí en
La Guajira funciona de la siguiente manera: cuando la mujer fallece, el viudo,
si quisiera casarse con la hermana de la difunta, tiene que comprarla, repito,
tiene que comprarla, pero si sucede lo contrario, es decir, si el que fallece es
el hombre, entonces sus hermanos, sobrinos o primos, tiene el derecho de
casarse con la viuda. Pero, eso sí, óigase bien, ella es la mujer para uno solo
de los familiares del difunto.
Entre
tanto, los demás alijuna no
disimularon el impacto de la sorprendente y curiosa información escuchada,
reconociendo que era absolutamente necesario aclararlas y obtener nuevos
conocimientos sobre el insólito punto.
La
noche continua hermosa, como son todas las noches del Cabo de la Vela, el
firmamento sin ningún espacio disponible para alojar una nueva estrella, la
luna completamente brillante y la fresca brisa, discreta y sostenida.
A
nadie se le había ocurrido la posibilidad de acostarse temprano. Dos motivos
predominaban en esta irrevocable decisión: uno, el de que había la intención de
permanecer despiertos para disfrutar la fulgurante belleza de la noche, y lo
otro, la necesidad común de examinar con más libertad y calma la variada y
profunda información cultural recibida de Jorjón.
─¿Comprarla?, me pareció haberle escuchado eso al amigo
wayuu; -dijo en voz alta la española- ¿aquí en La Guajira se compran mujeres?
─No. No es como usted lo está imaginando señora –aclaró Jorjón. El matrimonio ente nosotros es
una institución muy seria, supremamente seria. Los familiares y amigos del
wayuu enamorado de una mujer, recogen animales y collares, y de acuerdo a las
condiciones económicas y sociales de los contrayentes, así será el
pago establecido por los tíos maternos de la mujer wayuu. Si
esta pertenece a una familia de cierto poderío económico, la cantidad de
animales y collares será superior. Ese pago lo llamamos paünna. Debe quedarles claro a ustedes
que eso no es una compra, en el sentido
comercial de la palabra, es una formalidad de nuestra ley para organizar una
relación matrimonial respetable, respetada y duradera.
Sin entrar a discutir los extremos de una y otra convicción
religiosa, y una y otra estructura institucional de la legislación local sobre
la familia, tampoco sobre la legitimidad de las diversas formas de los arreglos
matrimoniales, se sentía que el ambiente de la noche se tornaba expedito para
el libre examen, sin amarres ni intereses de sectas o comunidades. La española
se despojó de sus ataduras católicas, de sus obvias simpatías con la
Euskalerria y de cualquier compromiso ideológico o político con la realidad del
pueblo de los Nafar, para disponerse a reflexionar profundamente sobre el
universo cultural, la diversidad étnica, y, si quedaba suficiente tiempo,
respecto a las aventuras militares españolas en la conquista del territorio
americano.
No faltó quien ensayara alguna indiscreta pregunta relacionada
con las famosas pesquerías de perlas del Cabo de la Vela y el impacto de los
agentes hispanos en la lucrosa actividad. La española se consideró aludida en
su ancestralidad y le pareció haber escuchado un señalamiento directo a sus
antepasados, que de alguna manera la salpicaba, la atormentaba y la
involucraba, de manera injusta, pero explicable, con la repudiable
responsabilidad de los europeos, mucho más clara, mortificante y evidente
ahora, cuando había comprendido, en el propio terreno de los peores acontecimientos
de la historia, las consecuencias de la memorable llegada de los españoles a
este continente.
Ana había tenido la oportunidad de consultar en los archivos
de Madrid y Sevilla algunos pasajes de la historia de estos poblados indígenas
y recordaba muy bien lo relacionado con las pesquerías de perlas en la isla de
Cubagua y del Cabo de la Vela. En el fondo, la decisión de Ana de venir de
vacaciones a estos lugares americanos de alguna manera significaba conocer los
sitios donde hubo tantas y variadas incursiones españolas detrás de las
preciosas perlas de propiedad del pueblo wayuu. No le quedó duda alguna de que
el resentimiento y desconfianza de Jorjón
eran totalmente justificados y que mucho habría de conexidad entre aquella
conducta de los conquistadores del siglo XVI y la ahora llamada malicia indígena, de la cual, desde el
primer momento, había hecho gala el corpulento wayuu. Resultaba imposible para
la española no recordar la huella dejada por Bartolomé de las Casas,
encomendero nacido en Sevilla, convertido en el más notable defensor de los
indígenas de este continente.
Un galón de chirrinchi, la fogata y la orden de preparar un
ovejito biche, servirán de marco a una noche que prometía transcurrir tranquila
y diferente.
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