Por Armando Pérez Araújo
El caso de Guillermo Armando Carrero, ciudadano venezolano, conductor y propietario de una gandola transportadora de pescado, desde Venezuela a la capital de Colombia, es posible que sirva para transparentar un fenómeno que no debería explicarse con las luces grises de leyes y jurisprudencias inaplicadas, mucho menos que permanezca archivado en los anaqueles de insensibles tribunales y cortes. Creemos que es hora que trascienda a la opinión pública, incluso, que sea destapado y juzgado internacionalmente.
Al ciudadano venezolano de esta historia lo enredaron innecesariamente en un injusto procedimiento aduanero, propio de esas cosas que suelen suceder habitualmente, como si fuesen parte del normal paisaje burocrático de tantas trabas y vagabunderías que se pasan por la faja principios constitucionales esenciales de la dinámica social de los dos países hermanos. Gente que cree es ajena, que no tienen nada que ver con la obligación emanada del preámbulo de nuestra normatividad superior que los obliga a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana. Desde que empecé a conocer este caso, y por más que me he esforzado en encontrar razones aduaneras propias del oficio de los encargados de este tipo de procedimientos, incluso, escarbando en las probabilidades de un error derivado de la equivocabilidad humana o en la equivocidad natural de las autoridades, no he hallado nada diferente a que lo que le sucedió a este honrado trabajador de la respetable economía binacional fue por el simple hecho de que él era un ciudadano venezolano u otra razón de estirpe diferente, o porque lamentablemente cayó en manos inapropiadas de funcionarios constitucionalmente desadaptados, atacados por el síndrome de atropellar al real o aparentemente indefenso o vulnerable, una especie de bulling o típico complejo de inferioridad que opera en algunas situaciones de frontera.
Lo concreto es que al patriota venezolano de esta cruel historia lo contrataron en Maracaibo, lugar en donde se hallaba la comestible y ética carga congelada, para transportar en su tractomula refrigerada una cantidad aproximada a treinta toneladas de pescado, con destino a la ciudad de Bogotá. Consideró su deber, además de suscribir las reglas del viaje y el valor del flete con la firma del respectivo Contrato de Transporte de carga, obtener y llevar consigo los documentos inherentes a las obligaciones aduaneras y las atinentes a las obligaciones del transporte internacional por carreteras, acopiando la rigurosa documentación entregado por el Importador, la empresa internacional de carga y el Agente Aduanero.
Cumpliendo con las indicaciones correspondientes, en territorio colombiano, jurisdicción de Maicao, ingresó el vehículo con su carga a los patios de una especie de Depósito Aduanero Autorizado denominado Cabo de la Vela. Allí, los encargados de la DIAN, Seccional Maicao, realizaron un procedimiento rutinario, encontrando que la carga del pescado estaba mal clasificada, vale decir, que los nombres de los productos hallados en los respectivos embalajes no correspondían a las denominaciones o clases descritas en los documentos de la carga. La discusión, hasta ese momento, era simple, es decir, si había que decomisar el pescado u ordenar la corrección de la clasificación, que era lo más razonable, y en consecuencia corregir la liquidación respectiva para los fines eminentemente tributarios y fiscales. Claro, que si la ley aduanera aplicable, o la jurisprudencia en la materia, ordenaba, sugería o indicaba que lo correcto era indefectiblemente decomisar el pescado mal o erradamente clasificado, que sería una elemental estupidez fiscal y aduanera, pues, ante esa miserable interpretación, lo que procedía era realizar el contraevidente decomiso, como finalmente sucedió. Lo que no era posible, de ninguna manera factible, a la luz de las elementales reglas de la hermenéutica aduanera, de la lógica penal, era aprehender el vehículo, ni mucho menos decomisarlo. Es en ese mediocre escenario, creyendo aún en las desacreditadas tutelas y en la fortaleza judicial de nuestros derechos fundamentales, incluso, en la vigencia de ciertos principios de los derechos humanos internacionales, como el de la solidaridad humana, cuando emprendimos una larga y penosa travesía por los juzgados, tribunales y Cortes, hallando los más desconcertantes casos y de ineptitud y desconexión judicial con la defensa y protección de los derechos humanos.
En algún momento nos tocó saltar del ámbito del constitucionalismo social judicial a la órbita del derecho penal común y corriente, dado que el asunto había adquirido desde el comienzo ribetes propios del ramplón abuso de la delincuencia común, en la medida en que se aplicó de manera consciente, indebida y desconcertante, un lado de la causal 37 del artículo 647 del Decreto 1165 de 2019 que, de ninguna manera, tendría que haberles permitido el involucramiento del vehículo, ni mucho menos sugerir mediante amenazante compulsa de copias la participación del susodicho ciudadano venezolano en alguna eventual comisión del delito de contrabando o de cosa por el estilo. De todas formas, ya estaban claras las líneas de la grave prevaricación contra los sensibles intereses y herramientas de trabajo de un ciudadano del hermano país, conducta inexplicable a la luz de la legislación aduanera binacional y del derecho internacional de los derechos humanos. Lo más grave aún no había sido descubierto.
En algún momento de nuestro incesante litigio en la defensa constitucional de los derechos de mi apadrinado, el ciudadano venezolano Guillermo Armando Carrero, descubrimos que los funcionarios de la DIAN, adscritos a la Seccional Maicao, no sólo habían agredido fundamentales derechos al Debido Proceso, Derecho al Trabajo y Dignidad Humana, posteriormente respecto al Derecho de Petición, en medio de hechos y circunstancias asociados a la aprehensión y decomiso ilegales del camión y el complementario equipo refrigerador de su propiedad, descritos en la Resolución 000167 de 2022 y Autos 676 de 2022 y 0011 de 30 de 2022, asuntos que fueron los que dieron lugar a las mentadas acciones de tutelas, sino que, adicionalmente, y durante el trámite y copioso debate de tales acciones judiciales, entre otras cosas, por pura coincidencia, sobrevino la expedición del Decreto 920 de 2023, nada menos que el nuevo Código Aduanero, reinando su ocultación y el silencio sobre este favorable fenómeno, por los funcionarios encargados de manejar la obvia transparencia y legalidad del caso. Es decir, que los expertos de la DIAN, siendo sabiondos y a sabiendas, aplicaron como les dio su soberana gana la clara causal 37 del artículo 647 del Decreto 1165, más allá del límite de su vigencia, en vez de aplicar y obedecer la demoledora causal 33 del decreto 920 de 2023, que fue la que expresamente ordenó su derogatoria, es decir, que la expulsó de la legislación, además, expresando con total claridad lo siguiente: “No procederá la aprehensión del medio de transporte, cuando exista contrato de transporte sobre la mercancía objeto de aprehensión.”, advirtiendo la existencia de una nueva regla de oro que entró en vigencia desde el nueve (9) de junio de 2023. Dicho de otra manera, la nueva norma aduanera prohibió la aprehensión de los vehículos transportadores de mercancía encartados en circunstancias como ésta, vale decir, lo contrario a lo que estaban realizando los desconcertantes servidores públicos encargados de aplicar el nuevo código aduanero vigente.
Es en este crucial y dramático momento de la historia cuando echamos manos de otra petición de amparo, de otra acción de tutela, para solicitar un poco de más de protección constitucional, más de la que habíamos pedido inútilmente, porque el caso se había circunstanciado dentro de unos nuevos hechos.
El Juez de Ejecución de Penas y Medidas de Seguridad de Riohacha, que fue el encargado de tramitar y juzgar la nueva Acción de Tutela, que esencialmente planteaba la protección de nuestro fundamental derecho de petición que había sido conculcado, eludido y burlado por los funcionarios de la DIAN, y ellos, los funcionarios de la DIAN, en vez de cumplir la ley, respondiendo legalmente la petición solicitada, informando lo que tenían que informar al respecto y a fondo, se negaron a dar las explicaciones judicialmente pedidas, induciendo inteligente y sistemáticamente al juez, y éste, ni corto ni perezoso, de forma mansa y desinteligente, dejándose empujar al hueco hediondo de una mal entendida Cosa Constitucionalmente Juzgada, es decir, invocando una especie de insólito borrón y cuenta nueva, clásico tapetape dentro del cotidiano argot de la corrupción judicial. Fue de esa forma antijurídica e infame, pretendiendo hacerle un entierro de tercera a la angustiante causa a favor del ciudadano venezolano, que se configuró otra manera de atropello, desaprovechando la circunstancia judicial para enmendar y corregir el ultraje, revocando los actos administrativos ilegales, evitando que se extienda aún más el ingente perjuicio al particular afectado, nuestro hermano venezolano. Vamos ahora por los caminos del procedimiento penal. Amanecerá y veremos.
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