Por Armando Pérez Araújo
A raíz del estudio que he estado
haciendo sobre el diseño de una Acción Popular que resuelva el drama de ausencia
de normas y mecanismos para garantizar y asegurarle un Cierre y Abandono de Mina Justo e
Integral a La Guajira, del grande del Cerrejón, como lo hemos denominado de manera figurada, me he encontrado
con la necesidad de entender y poder explicarle al presidente Petro, que será el principal destinatario
procesal de dicha Acción Popular, cómo fue que hicieron los audaces gringos, sin disparar un solo tiro, para entrar al
territorio guajiro y apoderarse de los sitios clave y adueñarse de lo que muy
pronto fue la mina de carbón más grande del mundo y sus
anexidades ferrocarrileras y portuarias. Una de las perlas jurídicas halladas
en ese extenso expediente de violaciones y trampas, fue cómo inventaron el
funcionamiento de una trinca fatal bien aceitada, usando a Carbocol S.A., como mecanismo de
legitimación y de penetración, junto con el Incora e Intercor, filial de Exxon Mobil; y la otra perla, fue el demoledor invento de
atribuirle al Incora la mendaz y patrañera competencia dizque de poder disponer del
territorio wayuu a su antojo y acomodo, el acomodo era el de la familia
Rockefeller, para lo cual fue menester sacar de la manga, a manera de instrumento
embaucador, lo que fraguaron con el rimbombante nombre de
Resguardo de la Media y Alta Guajira, y uno peor que ese, de peor calaña,
denominado Reservas, que era la manera subrepticia de sustraer las destinadas al proyecto minero extranjero. El truco utilizado fue usar a Carbocol, empresa estatal,
para solicitar a la otra estatal Incora, las tierras indispensables,
para construir el puerto y la línea de la carretera y el ferrocarril. El secreto
del embuste utilizado como argumento legal fue calificar de mala fe, esas tierras
privadas del pueblo wayuu como baldías, es decir, tierras de la nación, a
sabiendas que no lo eran, para obsequiárselas a la familia extranjera
interesada. Siendo justos con la mentada familia norteamericana, al frente de
tremendo ejercicio terrófago, estuvieron realmente, haciendo gala de su experticia
y preparación para estructurar el ardid, fueron los adelantados y
desvergonzados juristas de la patria, como suelen decir ahora, y seguramente políticos encumbrados de
aquella época.
Una vez encombados, lo digo creyendo que es muy posible que el traqueto vocablo
era utilizado para la época de 1984 en la sofisticada delincuencia del bajo mundo o, mejor, atrincherados, los cavernícolas de entonces tuvieron
la necesidad de enfrentar la principal dificultad que era sortear la circunstancia de tropezar
indefectiblemente con la territorialidad indígena, atravesada en los caminos
mineros y portuarios de la seductora península de La Guajira, lo cual determinó la escogencia de los errados atajos jurídicos, por demás
irresponsables e inverosímiles, como fue haber incurrido en el adefesio de tener que afirmar, sin el mínimo pudor, que el territorio
indígena wayuu era susceptible de calificarse como tierra baldía.
Semejante exabrupto jurídico constituyó el primer gran paso para
concretar el zarpazo fraudulento de que fue víctima la territorialidad del
pueblo wayuu, pretendida por la más grande multinacional del mundo en ese
momento, de propiedad de los más ricos del mundo, con fines de transporte y exportación de carbón, extrayendo del globo
territorial indígena lo que necesitó el gobierno de entonces para satisfacer y complacer
a los proponentes y prepotentes gringos, amancebados con súbditos y sirvientes colombianos, y entregárselo a título de aporte a la avispada familia
norteamericana. Basta leer las tonterías argumentativas de la Resolución 015 de
febrero 28 de 1984, del Incora, mediante la cual se constituyó el Resguardo de
la Alta y Media Guajira, y las de la Resolución 28 de 19 de Julio de 1994 de la
misma entidad, con la que se amplió el susodicho resguardo, para deducir la
maniobra cómplice y feudataria. En ambos textos se mantiene incólume la palabreja baldía, erigida como el colmo de la
desfachatez, de la defraudación y cinismo de los altos funcionarios de un país, contra el
territorio de sus connacionales ancestrales y el derecho a su propio
desarrollo. Parte de esa gran mentira de entonces fue hacerle creer al pueblo
wayuu y a la sociedad colombiana en general, que le estaban regalando el
resguardo a los indígenas, como si fuesen tierras de la nación, llamándolas
baldías, advirtiendo con claridad indignante que se quedaban por fuera de la apariencia resguardatoria las tierras que necesitaba el proyecto minero, a las calificaron como Reservas. Es justo y útil precisar, que al frente de la Junta Directiva del Incora,
como su presidente, a quién le cabe gran responsabilidad jurídica y política
de haberle hurtado el territorio wayuu a sus propietarios, estaba la señora
Cecilia López Montaño, firmando la Resolución de febrero de 1984, y diez años
después, en julio de 1994, ampliando el mismo Resguardo, es decir, afirmando y
ampliando el susodicho hurto sistemático de tierras, en el mismo cargo, aparece la firma del flamante doctor José Antonio Ocampo, ambas joyas, filtrados por los estructuradores del poder económico y terrateniente colombiano, insertados como garantistas del viejo y caduco establecimiento económico, estuvieron como ministros del gobierno del presidente Gustavo Petro Urrego, vestidos de actores de la
transformación social ofrecida a los colombianos, aunque después pelaron el cobre denostando al primer
mandatario por sus políticas sociales de cambio.
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