No
parece buena idea que la soberanía nacional quede enfrentada y sometida de facto al poder y reglas de la
globalización económica internacional, muchísimo menos que la sociedad tenga
que padecerlo y adicionalmente soportar la desresponsabilización de las autoridades
estatales. Eso no es aceptable que ocurra en los escenarios mercantiles y mucho
menos debería ocurrir con la protección de los Derechos Humanos. Reclamemos del
Estado la necesidad de acudir atento ante la sociedad a desempeñarse en su rol
natural de gran responsable y garantista en lo atinente a la realización de los
Derechos Humanos. No hay, no puede haber, pretexto de ninguna naturaleza al respecto.
Ni siquiera la pobreza de nuestros presupuestos nacionales o regionales podría
dar pie para ello. Ya lo dijo el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones
Unidas en la resolución S-10/1, 23 de febrero de 2009: “Las crisis económicas
y financieras mundiales no disminuyen la responsabilidad de las autoridades
nacionales y la comunidad internacional en la realización de los derechos
humanos.”
Lo
anterior significa que en la relación Empresas-Estado es a éste, sin
atenuantes, al que le corresponde el mayor número de responsabilidades en el
cuidado de los Derechos Humanos, entre otras, la de mayor jerarquía que es la de
asegurarse de que las empresas también lo hagan, tal como lo señalan los
principios rectores acogidos por las Naciones Unidas en la materia.
Achacarle
todas las obligaciones y responsabilidades a las empresas ha sido una práctica
que, desafortunadamente, cogió fuerza en nuestro medio y contribuido,
desafortunadamente también, a generar dos fenómenos: uno, que las empresas y
otros terceros particulares traten de llenar ese vacío de poder institucional,
lo cual sería aparentemente un buen suceso de complementariedad voluntaria
plausible, eso sí, con seguridad susceptible de duros cuestionamientos a la
larga, porque finalmente terminaría en lo que siempre hemos repudiado, la
captura del Estado por los particulares. Otro resultado indeseable sería
legitimar la postración crónica estatal, lo cual, envalentonaría aún más la crítica
contra empresas y autoridades, que para los efectos prácticos de políticas y
desarrollos en materia de Derechos Humanos sería simplemente un asunto o estado
de cosas vergonzante.
Aclaremos
que cuando hablamos de Derechos Humanos no estamos exclusivamente anclados en
el derecho a la vida, también nos estamos refiriendo a los demás Derechos
Humanos, llámense de primera, segunda o tercera generación. En nuestra opinión
todos son Derechos Humanos, reconocidos como derechos fundamentales para las
personas, tanto por el derecho interno como por el internacional.
Aclaremos,
además, que cuando resaltamos la necesidad de un Estado protagónico en la
realización de los Derechos Humanos frente a las empresas y otros particulares estamos
propugnando por un Estado que no esté al margen del poder, ni mucho menos supeditado.
Sirve de ilustración la pasada discusión en el país, muy acentuada en La Guajira,
alrededor de la suerte de las regalías. Las posiciones que se enfrentaron
fueron, una, que las regalías se quedaran en La Guajira, la otra, la planteada
en la reforma constitucional que introducía unas nuevas reglas de reparto y
distribución de las mismas, en detrimento de las cifras que originalmente se
venían manejando antes de la aludida reforma. Los simpatizantes de esta última
postura se amparaban en la confortable tesis de que existen en el país “profundas
desigualdades regionales”. Decían, por ejemplo, y con alguna razón, que cómo
era posible que cinco departamentos (Casanare, La Guajira, Meta, Cesar y Arauca),
con el 6% de la población, hubiesen recibido más del 50% de las regalías, y que
el ingreso per cápita por regalías en Casanare es de $2.2 millones, que es 45
veces superior a los $49 mil que recibe un nariñense. Ambos argumentos eran igualmente
demoledores. Pero esa no debió ser la configuración de la discusión, pues lo
que estaba y está en vilo es la falta de progresividad de los estándares de
respeto de los Derechos Humanos. La gran discusión nacional deberá ser si el Estado
regional, en nuestro ejemplo local La Guajira, estaba y sigue al margen, o
supeditado a particulares, en aquello relativo al empleo de las regalías en la
realización de los Derechos Humanos, implementando o no políticas para proteger,
respetar y remediar asuntos sensibles de la población como la educación, la
salud, la vivienda adecuada, etc. Había que hacer la pregunta del millón: ¿donde
está la plata de las regalías?
No
tratemos el recurrente tema de que aquí o allá opera de una u otra forma la
corrupción respecto a este delicado asunto jurídico. Simplemente centremos el
debate en si en el esquema anterior o en el nuevo existieron o existen
suficientes garantías de respeto de los Derechos Humanos, o si es cierto que en
aquél y en éste modelo constitucional el Estado nacional, regional y local está
ausente, distante y desresponsabilizado del manejo real de los recursos
públicos para garantizar la inversión en el oportuno cuidado y realización de
esos derechos.
Podemos
seriamente concluir que el papel del Estado, pongamos o sigamos con el ejemplo
de La Guajira, es dramáticamente pálido y pobre en el manejo del poder, ante
las Empresas y otros particulares, inclusive para atender la conducción del
importante recurso de las regalías, que actualmente vale en el país la bicoca
de 5 billones de pesos anuales y que está proyectado en 10 billones para el
2020. Dicho de otra manera: es imposible así hablar de garantías en Derechos
Humanos. Y lo que es peor y más triste: el Estado, regional y nacional, repito,
cada vez más, pierde autoridad moral para regular y controlar a los
particulares en todo esto que constituye lo relacionado con la protección y
respeto de los Derechos Humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario