ARTÍCULO PARA RECORDAR
Frontera y boquetes
Por Armando
Pérez Araújo
La noticia incompleta sobre la reapertura incompleta de la
frontera incompleta entre Colombia y Venezuela ha generado más dudas que
certezas. Por un lado, es muy poco lo que se ha difundido respecto a la frontera
del lado de La Guajira, porque parecería que los preparativos se han centrado
en lo que sería, según el presidente Duque, una precaria apertura controlada y progresiva por los lados del Táchira y Norte
de Santander, diciéndose muy poco e inadecuadamente respecto a los remiendos
que urgen a los destrozos infligidos a la economía social y territorial del
pueblo wayuu, ámbito jurisdiccional que ocupa un importante segmento de los dos
mil y pico kilómetros de la extensa frontera de ambos países. Sería más lógica y
obvia la estimulación de una amplia y entusiasta reapertura de las fronteras
respectivas, claro, sin detrimento del marco regulatorio normal de cada país,
ni mucho menos del respeto a la diversidad étnica y cultural. El evidente estallido
social colombiano, sin necesidad de mencionar la suerte de nuestro país vecino,
que amenaza, incluso, la estabilidad de nuestro blandengue sistema democrático,
especialmente en estas regiones periféricas de nuestra economía, convidan a pensar
y recomendar soluciones de choque, no importa que sus simples anuncios impliquen
estruendosas estampidas temporales, que deberán interpretarse como las
cantilenas naturales del indispensable cambio que todos esperamos con anhelo.
La clausura de la frontera colombiana con el Zulia no sólo despedazó los lazos
de la economía de ambos países, sino que fracturó la columna vertebral del
territorio ancestral de un importante pueblo indígena americano que comparte la
frontera de ambos países. Aquí no basta que se retiren los contenedores que allá
en el Táchira fueron el emblema de la ruptura y trabas a la movilidad, será
necesaria, además de quitar esos estorbos físicos, la restauración del daño
moral y jurídico a la estructura jurisdiccional del funcionamiento social y
económico, repito, de una de las etnias más importantes del continente
americano, entre otras poblaciones igualmente vulnerables. No bastará, para el
caso de La Guajira, que se reanuden los servicios consulares y comiencen,
estrepitosamente o no, a moverse los músculos de la economía regional y
nacional, será necesario, mejor, indispensable, que se restauren e indemnicen
los daños y quebrantos ocasionados por los impactos y destrozos a la unidad
territorial del pueblo wayuu, insisto, entre otros. No es pertinente en esta
ocasión hacer el esperado juicio de responsabilidades individuales a Maduro,
Duque o Trump, o a los tres mancomunada y solidariamente. Lo que será siempre
inevitable resaltar es que en La Guajira colombiana han escaseado los dolientes
que se las tiran de políticos y es la hora que aún no aparecen los poderosos
congresistas ni mucho menos los gobernantes competentes. Por fortuna, y gracias
a lo que los académicos de la geografía denominan fronteras porosas, aquí
existen y ayudan las fraternales trochas que son una especie de boquetes por
donde se cuelan los alimentos, la cultura y otros elementos esenciales para la
vida cientos de miles de ciudadanos hermanos.
Considero útil citar la conclusión de Francesca Ramos, parafraseando a Eduardo Galeano con sus venas abiertas de
América Latina, cuando registró una de sus opiniones en el Observatorio de
Universidad del Rosario resaltando que la “frontera
entre Colombia y Venezuela es mucho más que una serpenteante línea de 2.219
kilómetros de sierras, ríos y arenas en la península guajira. Justamente allí,
en La Guajira, donde se mece en las arenas del desierto una nación entre las
naciones, los wayuu llevan siglos transitando de un lado a otro porque ellos no
reconocen ‘lados’, sino un vasto territorio sagrado para comerciar lo básico”.
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