lunes, 18 de marzo de 2024

 

ARTÍCULO PARA RECORDAR

Frontera y boquetes

Por Armando Pérez Araújo

La noticia incompleta sobre la reapertura incompleta de la frontera incompleta entre Colombia y Venezuela ha generado más dudas que certezas. Por un lado, es muy poco lo que se ha difundido respecto a la frontera del lado de La Guajira, porque parecería que los preparativos se han centrado en lo que sería, según el presidente Duque, una precaria apertura controlada y progresiva por los lados del Táchira y Norte de Santander, diciéndose muy poco e inadecuadamente respecto a los remiendos que urgen a los destrozos infligidos a la economía social y territorial del pueblo wayuu, ámbito jurisdiccional que ocupa un importante segmento de los dos mil y pico kilómetros de la extensa frontera de ambos países. Sería más lógica y obvia la estimulación de una amplia y entusiasta reapertura de las fronteras respectivas, claro, sin detrimento del marco regulatorio normal de cada país, ni mucho menos del respeto a la diversidad étnica y cultural. El evidente estallido social colombiano, sin necesidad de mencionar la suerte de nuestro país vecino, que amenaza, incluso, la estabilidad de nuestro blandengue sistema democrático, especialmente en estas regiones periféricas de nuestra economía, convidan a pensar y recomendar soluciones de choque, no importa que sus simples anuncios impliquen estruendosas estampidas temporales, que deberán interpretarse como las cantilenas naturales del indispensable cambio que todos esperamos con anhelo. La clausura de la frontera colombiana con el Zulia no sólo despedazó los lazos de la economía de ambos países, sino que fracturó la columna vertebral del territorio ancestral de un importante pueblo indígena americano que comparte la frontera de ambos países. Aquí no basta que se retiren los contenedores que allá en el Táchira fueron el emblema de la ruptura y trabas a la movilidad, será necesaria, además de quitar esos estorbos físicos, la restauración del daño moral y jurídico a la estructura jurisdiccional del funcionamiento social y económico, repito, de una de las etnias más importantes del continente americano, entre otras poblaciones igualmente vulnerables. No bastará, para el caso de La Guajira, que se reanuden los servicios consulares y comiencen, estrepitosamente o no, a moverse los músculos de la economía regional y nacional, será necesario, mejor, indispensable, que se restauren e indemnicen los daños y quebrantos ocasionados por los impactos y destrozos a la unidad territorial del pueblo wayuu, insisto, entre otros. No es pertinente en esta ocasión hacer el esperado juicio de responsabilidades individuales a Maduro, Duque o Trump, o a los tres mancomunada y solidariamente. Lo que será siempre inevitable resaltar es que en La Guajira colombiana han escaseado los dolientes que se las tiran de políticos y es la hora que aún no aparecen los poderosos congresistas ni mucho menos los gobernantes competentes. Por fortuna, y gracias a lo que los académicos de la geografía denominan fronteras porosas, aquí existen y ayudan las fraternales trochas que son una especie de boquetes por donde se cuelan los alimentos, la cultura y otros elementos esenciales para la vida cientos de miles de ciudadanos hermanos.

Considero útil citar la conclusión de Francesca Ramos, parafraseando a Eduardo Galeano con sus venas abiertas de América Latina, cuando registró una de sus opiniones en el Observatorio de Universidad del Rosario resaltando que la “frontera entre Colombia y Venezuela es mucho más que una serpenteante línea de 2.219 kilómetros de sierras, ríos y arenas en la península guajira. Justamente allí, en La Guajira, donde se mece en las arenas del desierto una nación entre las naciones, los wayuu llevan siglos transitando de un lado a otro porque ellos no reconocen ‘lados’, sino un vasto territorio sagrado para comerciar lo básico”.

 

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